lunes, 23 de agosto de 2010

Las ventajas de un tren perdido

¿Y si me quedo acá, en la estación, como el tren, atrasada? Ausente de todas mis cosas, una discontinuidad que seria inevitable para mí, ¿alguien lo notaría? Creo que lo que importa saber es si yo lo notaría. Me parece que no. Últimamente las cosas que me dan existencia ya no son lo que eran. No las necesito. Esa grieta que me grita entre las baldosas -contra la que ahora aplasto el boleto que cuando me lo pidan en la estación de mi destino, lamentaré -, me basta para encauzar mi imaginación en ese río asfixiado y sentir por un instante que el tiempo no existe y que lo que sobrevuela mi cabeza, ahora mismo, son golondrinas y no palomas que van a hacerme caca en la cabeza. Un coleóptero facineroso pasa a mi lado y me saca una sonrisa, siento que es la naturaleza hablándome con sus bocas de alquitrán y su andamiaje cósmico. Y por fin, el tren. Pienso: -no me lo voy a tomar, al menos no este. Estoy cansada, mejor me quedo acá sentada viendo a la gente.- pero mis pies no pueden parar de caminar hacia las puertas del tren- ese monstruo que me quiere comer-, es imposible detenerlos, siguen y siguen sin parar con su perversa independencia de cosa del tiempo. Lastimosamente me abrazo a la baranda, a la lata del puesto de revistas, rasguño las compuertas del tren; es inútil: caminan solos, sin mí. Una suave brisa fue suficiente para despegarme de la baranda y hacer que mis zapatillas – que estaban pataleando la nada- bajen de vuelta al suelo y continúen con la inexplicable pesadilla de la inercia. Mis pies y yo nos bajamos 5 estaciones después de la de todos los días, fue así que empezaron a caerme bien; quizá era un mensaje, algo así como: -che, flaca tu vida da lastima la verdad. Tan aburrida, rutinaria. ¿Vamos a dar un paseo?- Así que deje de interferir en su procedimiento y me entregué a disfrutar de la fútil comodidad de prescindir de la tracción de mis piernas mientras la magia fuese posible y además; esos pies míos, caminando así, tan rápidos, como hormiguitas, multiplicando sus pasos en la hierba, eran tan libres y bonitos que ya no tuve ganas de detenerlos.