martes, 13 de abril de 2010

¿Hasta donde puede maquillarse el dolor? ¿Qué tan espesa es la coraza que recubre al dolor? ¿Y qué? ¿Qué queda después del horror? Un rostro cansado arado de lágrimas, una herida gorgoteante y precisa pero no por esto mas fácilmente identificable. De este incendio quedan las ruinas de una casa de muñecas. Suicidadas en los diminutos balcones de madera balsa, con sus vidriosos ojos en sangre, sus muñecas rotas y su piel reseca por el sol que una ventana rota permite. ¿Cómo enfrentarme así, luego, ante el amor? ¿Como recibir a tu alma noble y severa (toda luz, todo frenesí de colores en composicion con el universo) si yo soy oscura. Penitente y oscura como el nudo de un árbol en el desierto. ¿Como olvidarme ante ti que no siempre fui mía? Que me deje profanar por manos extrañas (tan cálidas y cómodas, que dibujaban figuras voluptuosas en el aire y sueños calientes) pero aún así siniestras y malignas como lija en los pies, como sudar cemento y llorar clavos. No quiero hacer de la desgracia un espejo. No quiero que tus labios (de imposible coloratura, como sangre vuelta fruta cuyo placer me conmueve y me arroja al más delicioso de los abismos) se embeban de la sustancia que habita el lago mortífero de mi llanto merecido. No puedo darte el alma, ya no es tuya porque no es mía. ¿Que puedo darte entonces? Una sonrisa matacuervos Un manantial de bocas abriéndose y cerrándose dentro de tu cuerpo Un par de piernas sumisas o una voz que nunca se aburra de pronunciar tu nombre. Mis manos, mis pies, mi sexo nada son porque no hay alma que perdone este cuerpo ni hombre que ame a una mujer así. Por suerte yo no soy esa. Soy la niña que espera la muerte jugando al amor con el mundo.